I
Salieron
al amanecer, cuando la autovía aún respiraba ese silencio que solo existe antes
de que el mundo despierte del todo. Sí,
dos silencios viajaban juntos, esperando que una palabra mínima —un “ah”—
revelara la grieta.
Él
conducía. Ella miraba por la ventanilla como si buscara una señal en el cielo.
Habían decidido emprender aquel viaje “para ver qué pasaba”, como si los
kilómetros pudieran ordenar lo que las palabras ya no alcanzaban.
El
coche avanzaba entre campos secos y túneles de luz. Afuera parecía todo tan
claro; dentro, en cambio, cada gesto dejaba un pequeño temblor.
Él
pensaba en la última semana: esas conversaciones interrumpidas, las evasivas,
el modo en que ella parecía estar en dos lugares a la vez. Lo intuía: “la
teoría del pájaro”. Ese miedo a soltar una rama sin tener otra preparada. Esa
manera de cuidarse siempre con un plan B, por si el corazón se cansaba antes de
tiempo.
Ella,
sin embargo, luchaba con otra verdad: sentía que llevaba meses aferrada a una
rama seca, sin sombra ni música. Miraba el paisaje y pensaba que quizá aquel
viaje fuese el último intento de salvar algo, o la excusa perfecta para
aprender a soltar sin caer.
En
la radio sonaba una canción tenue. Ninguno hablaba. El silencio iba llenando el
coche como una tercera presencia, incómoda pero inevitable.
A
veces se miraban sin verse. Otras, una palabra pequeña —“¿agua?”, “¿frío?”,
“¿paramos?”— fingían normalidad. Pero cada kilómetro parecía una cuerda
tensada.
A
mitad de camino, un cartel anunciaba un mirador sobre el río. Él aminoró sin
decir nada. Ella asintió. Se detuvieron.
El
viento allí arriba era limpio. El valle, profundo. Había algo de verdad en ese
vacío que se abría ante ellos: un recordatorio de que todo puede sostenerse… o
romperse.
—No
sé en qué rama estoy ya —dijo él finalmente, sin reproche, sin rabia.
Ella
tardó en responder.
—Yo
tampoco sé cuál estoy dispuesta a soltar.
Ambos
quedaron suspendidos en esa frase. Dos ramas. Dos miedos. Dos vidas con el vértigo
de decidir.
II
Volvieron
al coche cuando el viento empezó a mostrar su enmarañado frío en el mirador,
eran dos fríos, uno escarchado, otro distante e indiferente. No habían resuelto
nada, pero algo se había movido dentro de cada uno, como si una piedra se
hubiera desplazado apenas un milímetro en el fondo del río. A veces eso basta
para cambiar la corriente. A veces no.
Él
encendió maquinalmente el motor del coche sin mirarla.
Ella
ajustó el cinturón mirando distraídamente al frente, con una serenidad fingida.
La
carretera descendía en curvas amplias, trenzando un paisaje que parecía más
nítido que antes, aunque por dentro los dos iban confusos, envenenados, mucho
más que turbios.
Durante
algunos kilómetros no hablaron. Pero a cada tanto, una palabra caída con
descuido abría un pequeño incendio.
—¿Quién
te escribió anoche? —preguntó él, como quien pasa el dedo por encima de un
cristal empañado.
—Una
amiga. —La respuesta sonó demasiado rápida.
—Ah.
Ese
“ah” quedó flotando a media distancia entre los dos. Ella lo sintió como una
sospecha. Él lo concibió como una confirmación de sus miedos. En realidad,
ninguno sabía nada. Pero así funcionan los celos, no necesitan pruebas, solo un
socavado hueco donde anidar más hiel.
Siguieron
descendiendo. El sol iba entrando a través del parabrisas en líneas quebradas.
—¿Y
tú? —preguntó ella de repente—. ¿Dónde estabas el martes por la tarde?
Él
tardó más en responder.
—Con
un amigo.
—Ah.
Los
dos “ah” se reconocieron como arquetipos de un mismo espejo.
El
coche avanzaba, pero ellos parecían quedarse atrás, en algún punto donde la
confianza había sufrido un desprendimiento más. Nada grave, pero suficiente
para que ni la carretera ni las emociones pudieran ser del todo estables.
Al
pasar por un pueblo, él propuso detener el coche unos minutos para tomar café.
Ella asintió sin ningún entusiasmo, no tenía ganas.
A
él tampoco le apetecía, pero necesitaba contener, retrasar la llegada.
Sentados
frente a frente, con dos tazas humeantes entre las manos, por primera vez en
semanas se permitieron mirarse sin defensas. Y en esa mirada larga, torpe,
surgió algo inesperado: un cansancio compartido, casi tierno. Como dos pájaros
agotados que han sobrevolado demasiado tiempo ramas que no sostienen.
—No
quiero vivir dudando de ti —dijo él, bajando la vista.
—Yo
tampoco —respondió ella—. Pero no sé por dónde empezar.
Ese
reconocimiento fue un gesto mínimo, pero abrió una rendija, un intersticio de
luz. No una promesa, no una garantía… solo la posibilidad de ser más sinceros.
El
regreso continuó.
Esta
vez él bajó la velocidad.
Ella
dejó el móvil en la guantera, como quien suelta un sobrepeso.
Hablaron
de cosas triviales, de la carretera, del cielo, de un perro que cruzó
corriendo.
Parecían
dos personas ensayando de nuevo la delicadeza, quizá la cortesía.
Al
llegar a la ciudad, quedaron en silencio. Era la hora en que las luces
comienzan a encenderse, y en ese encenderse ambos sintieron algo parecido a un
comienzo, pero sin grandilocuencia: apenas un acuerdo íntimo, casi impropio de
decir en voz alta.
—¿Subes?
—preguntó ella.
Él
dudó.
Ella
lo miró.
La
duda, esta vez, no era desconfianza: era vulnerabilidad.
Él
asintió finalmente.
Subieron.
No
hubo milagro.
Tampoco
abandono.
Hubo
algo más frágil y más verdadero:
—la
decisión de quedarse un poco más, aun temblando, como dos pájaros que siguen
dudando de la rama pero que, por primera vez en mucho tiempo, deciden posarse
sin tener otra preparada.
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Relatos sin ton ni son -2ª Edición-
imagen: Alexandra_Koch