La palabra
ilumina al corazón callado de la piedra. Abre su resplandor ante la herrumbre,
gotea en la memoria, dicta raíz y mar, palomas del desierto y de la sal que
aroma.
Benjamín León (Prefacio)
Aquí, en este Cabo, se inventó la mar. Habían llegado
ya los pobladores –con su pitillo en boca– para poner carnada a las gaviotas y
alzarse en su vuelo como un aeroplano silencioso.
Yo los vi atravesar el mar remando en un velero de
papel. A sus rostros curtidos se adherían austeras las informes boinas que
cubrían sus cabezas.
Y era tanto el amor a la tierra bañada de abundancias
que no existía más hambre que el pellizcarse el buche, que, por toda manduca,
el sudor y el braceo allanaban las horas con el aire que esculpe el aliento a
un suspiro.
Eran faenas doctas en pos de lo imposible, a menudo
también eran canciones que amasaban la lengua y el trabajo con dios como
horizonte para expiar blasfemias.
Los hombres resollaban cantando maldiciones con el
humor audaz de los poetas, esculpiendo palabras, sin saber qué decir, para
hablarles de cara a la miseria.
Tal vez nunca rindieron el abrazo ni anidaron cabellos
al bálsamo de besos que la mar prometía. Era azul el candor, la pureza onírica
postergada a un después, a un no sé, a un qué va.
Por toda indecisión arremetían tercos, flotando
alrededor del pozo donde manaba el agua de la mano del amo; brotaba algún
aplauso y alguna boca terca ladeaba sus labios escupitando al suelo.
Pero así es mi cuna, es la casa que
construyó la luna por manos de mi abuelo.
No había pobreza ni silencio, alguna argucia tal vez
sí, había que engañar al hambre y al frío, hacer balance con la inopia y la
carencia, navegar en la tierra y arrancarle al mar los peces y al cielo su
clemencia.
Tomar del alba el fósforo y la mano
de niña de mi madre, con sus tintes sardónicos dormitando a la sombra de una
constelación de cosmos, fueron, sí, nueve astros durmientes aguardando galaxias
venideras en años.
Desde el amanecer al ángelus, el viento va entintando
la orilla y los caminos.
Palideció mi padre con sus peces
heridos y en su juego de damas descalzó a sus fantasmas.
El mar es una tortuga lenta que persevera en ti
adherida a tu espalda, y tú te nombras atrio, afirmada promesa de destierro, y
pretendes que el viento sea tu casa y mancillas tus manos pretendiendo una
estrella cuyo halo no existe.
Todavía no he hablado de los días de lluvia, de la
bendita luz del aguacero, cuando todos los platos tiemblan emocionados al calor
de las gachas, de las migas, de las tarbinas… estos sí son poemas para curar la
hambruna.
Los cuscurros de pan y las almendras fritas, con agua
o con leche, assúcar y canela y miel para adornar y el anís en grano para rizar
la mar y la verbena.
Qué silencia la noche al borde de su
falda. Los espejos admiran el jazmín de
su rostro.
Que él estire el traje y saque ella
la lengua a la vergüenza, que sus manos suicidas se agiten con esmero.
Así el retorno, el sámsara, la posesión del Ágata,
sólo sortija y luz, allá el collar de perlas.
Regreso al paraíso con el sombrero blanco de no haber
roto nada.
Me quiero como a una estrella que busca sus anillos,
el mundo no ha cerrado. Allá todo es memoria. Un alcance a la suma de los
tiempos, cuando yo no existía, y el mundo era el mapa entrañable para entrar a
vivir.
Alonso de Molina
La Posesión del Ágata (Fragmento)
©2020 De Sur a Sur Ediciones
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